Tu Odisea
No hay nada más bella que la inocencia e ilusión de mi hijo en Navidad. Sinceramente, creo que más que los regalos en sí, le apasiona el ambiente emotivo. Le observo con la antinomia de la alegría que me contagia con sus ojos brillantes y sonrisa y la melancolía que es darme cuenta de haberme desconectado de esa emoción.
Esa ingenuidad frágil se perdió hace años entre las decepciones de mi vida y las desilusiones de tomar consciencia de quien soy y quienes son las personas que me rodean. No soy un padre perfecto, ni mucho menos. Pierdo la paciencia a veces con el pequeño y le castigo por su espontaneidad y las ganas de encontrar su identidad. Se me pasa el enfado rápido con su mirada tierna y las palabras “hola papi” que acompañan el abrazo de recompensa. Nos entendemos perfectamente: Cada uno hace lo mejor que puede. Pero, reconocemos los fallos inherentes de ser humanos.
La vida me amargó mientras trataba de forjar una efigie de alguien que definitivamente, ni soy, ni nunca seré. Incluso ahora que el cansancio de la lucha diaria me ha premiado con la templanza de aceptar mi realidad tal cual, hay espinas de rencor y me escarmentó por el orgullo tajante que ha obstaculizado la reconciliación con mi niño interior.
Mi odisea ha sido una aventura sin precedentes. No pretendo asegurar de que mi vida sea más complicada que la de nadie más. Sin embargo, me hago cargo de mis logros y mis fallos para comprender el para qué de cada experiencia.
Ahora que me relajo y recojo mis aprendizajes, lo que me corresponde es transmitir sin juicio mi sabiduría a mi hijo sin tratarle con condescendencia. Su camino será distinto al mío. Pasará por muchas tormentas y tendrá que atravesar sus dudas existenciales. Incluso, deberá desafiar las decepciones y desilusiones a su manera.
Allí estaré siempre con la mano extendida ni para empujarle hacia algún lado, ni tirarle hacia lo que conozco, sino animarle a enfrentarse a cada tormenta para llegar a la calma resolutiva que siempre va detrás.
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