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La Mirada Mordaz

¿Por qué nos cuesta tanto mirarnos al espejo sin una crítica mordaz?

Me acuesto noche tras noche con esta pregunta invadiendo mi estado onírico y, a menudo, como protagonista de las aventuras que me acompañan durante las horas del supuesto descanso. Siempre he sido el que huye de la cámara por aversión a verme en las fotos. No es por mis pretensiones de fotógrafo, ni mucho menos. Es el temor de la sensación de perder la esencia de una imagen por haber mirado de una manera o por no haber mostrar autenticidad o cualquier otro crimen contra la humanidad.

Es una obsesión que se originó en la reticencia que me castiga delante del espejo. Pocas veces me premio con más que una mirada furtiva, lo suficiente para cumplir con la función de afeitarme, peinarme o investigar si el dolor que siento existe fuera del verdugo de mi psique.

Me fascina el rechazo absoluto que comparto con tantos de apreciar la felicidad sin más. Una fotografía es capaz de capturar la sonrisa de compartir un momento en el que las preocupaciones habituales pierden el protagonismo frente a la alegría de estar presente. El espejo exacerba el desafío porque mientras que en la fotografía se ve un presente, ahora veo el presente. No puedo escapar la aceptación. Aquí está mi desnudez absoluta.

Veo delante de mí un torso marcado por las heridas de cada batalla que he ganado y cada pérdida que me ha despertado la consciencia. Cuando me atrevo a quitar el ropaje que tapa la belleza de mi autenticidad, aprendo a apreciar que la armadura sólo existe en mi imaginación. Siempre he sido el del torso muscular, de la barba vikinga, y de la mirada penetrante. Sobre todo, soy el que ha brillado como una gran hoguera en la noche larga del alma.

Tomo mi tiempo para verme y sentirme presente. Así comprendo que mi ejercito soy yo, la luz que perseguía es la que emana de las profundidades de mi bello ser en su perfecta imperfección.

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