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La Mala Suerte

A veces me pillo maldiciendo mi mala suerte. Llego al anden y veo el metro desaparecer por el túnel o me encuentro atrapado en tráfico donde las calles suelen estar despejados. Incluso cuando me siento decepcionado por alguien que no ha cumplido la expectativa que he creado para imponerlo un propósito en mi vida.


La sensación es un veneno letal que recorre mis venas paralizando los gestos de felicidad por los que me conocéis. La sonrisa desafiante y la mirada penetrante se esconden detrás de una mueca siniestra y amenazadora.


Son esos momentos cuando percibo palabras ácidas y tóxicas que calientan mi lengua como el fuego de la boca de un dragón. En ese instante mi saliva actúa como el agua que apaga esas llamas, la pomada que amaina el escozor.


No hay suerte, ni buena, ni mala tampoco. Sólo existe la manera que elegimos emplear para interpretar los sucesos. Ni perdí ese metro, ni hay más tráfico hoy. Me había perdido en los pensamientos que forman las barras de la cárcel en la que me encadeno, sentenciado a la muerte en vida. El castigo no es por algo que he hecho sino por lo que no me he dejado hacer.


Del mismo modo, las decepciones son las que proyecto en otros para que vea los patrones que limitan mi aprendizaje. Me desvelan este refugio de lo desconocido que no es sólo mi liberación, sino también esa realidad que deseo.


La normalidad, tanto la antigua como la nueva que llamo el futuro, es una creación de mi ego que trata de mantenerme a raya. Tomar consciencia del motivo por el que me meto en estas situaciones es desvelar un secreto más, destapar otra capa de lo que encubre la autenticidad que brilla dentro de mí.


Así, la mala suerte que maldigo es el aprendizaje que me alumbra lo desconocido donde se alberga la sabiduría que acecho.



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