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La Ira Iluminada

Mi relación con el sentir siempre ha sido, digamos, problemática. De pequeño era un torbellino sin contexto, desbordado de una energía descontrolada y dispersa. Las experiencias de la vida me han animado a canalizarla en el abanico completo de las emociones.

Recuerdo la ira que me consumía al darme cuenta de que soy una gota en el océano del universo cuando quise ser un tsunami. Procuraba destruir los acantilados que me separaban de la búsqueda de las luces de los faros. Padecía del conflicto que compartimos todos. Exigía imponer mi identidad a mi manera con la delusión del control que nunca había tenido. Hasta el día que comprendí que el océano no existe sin cada gota, al igual que no hay firmamento sin los astros, ni el día sin la noche.

La ira es una expresión del sentir. Al soltar ese blindaje que me protegía de mi propia realidad, descubrí un paraíso donde la marea dentro de mí comenzaba a transformarse en otras emociones esenciales para comprender mi autenticidad. Cuando atenuó la tormenta, la calma me permitió apreciar que mostrar la felicidad o la tristeza no es ninguna debilidad.

El guerrero que creía amparar al niño sensible no reconocía la sabiduría en su cara, sino su propio miedo. El que busca bronca, la encuentra en la lucha contra sí mismo. El que quiere entenderse es el que permite que fluyan las lágrimas, tanto las de pena como las de alegría.

Aprecio cada emoción como una herramienta para aprender de cada lección. En ausencia de juicio, son las velas que alumbran cada rincón de mi ser para mostrarme la belleza de la autenticidad que se ve más nítida con cada capa que desvelo. Suelto la necesidad de sentirme de una manera u otra y me entrego al capricho de las emociones que me guiarán en las noches que me llevarán al despertar del alma.

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