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La Consciencia Reflejada

La diferencia entre la consciencia y el egoísmo es la sanidad del amor propio. Siempre me acuerdo de cuando me dijo “eres un egoísta” una chica que pasó por mi vida como una tormenta devastadora. Su motivación por la exclamación carece de importancia, ya que lo que arrancó de cuajo los robles de mi ser era la emoción que evocaron esas palabras.


Cuando no sabía mirarme al espejo era imposible formar algún criterio para amarme. Así, despilfarraba esa energía en inundar a otra en un baño de miel, que por mucho que pensaba que le gustara el dulzor, le petrificaba la viscosidad. El amor insano es la adicción para crear una dependencia basada en la carencia. Dos personas convierten a su pareja en lo que no saben reconocer de su propio ser. Invariablemente, la relación es una muerte anunciada. Nadie podía darme lo que no veía en mí.


La iluminación que desvela la abundancia de mi sentir llegó cuando dejé de necesitar el calor de otra y empecé a compartir la belleza de mi paraíso con una luciérnaga cuya luz nunca atenuaría la mía. Antes de deambular de la mano por las calles de la noche, bajo la luz de la luna, tuve que aprender que esa luz es mía, reflejada desde el firmamento.


La soledad me enseñó a dejar de buscar a ciegas lo que alimenta la fogata de mi amor propio. Dentro de mí, encontré la generosidad y la complicidad que forma la base de compartir. Una relación igualitaria consiste en la entrega desinteresada de mis cualidades, incluso las que aún desconozco. Para amar, tuve que perder el miedo a mi autenticidad, soltar el juicio de las experiencias que me han enseñado a comprenderme con el fin de aceptarme.


Aunque no creo haber sido egoísta, sé que no era consciente de mi propia belleza y grandeza, aquello que ahora disfruto compartir con amor.


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