El Maniquí de Combate
Como si no bastara competir conmigo mismo, elijo oponentes entre tantos. Tengo un don infalible para identificar en quienquiera algo que me falla en mí, algo que no consigo reconocer detrás de las capas que he empleado para tapar mi autenticidad. La envidia es una aliada tan veterana como la tristeza, tan potente como la ira y tan incompleta como las dos.
No logro datar el momento que favorecí definirme por mi desventaja frente a los demás en lugar de lo que consideraba carente en mí. Pero, fue un puñetazo fatídico y efímero en su ejecución. Pero, letal y perdurable en su consecuencia. Por mucho que intentara mejorar mis habilidades, siempre encontraba a gente capaz de hacer lo mismo de forma natural y espontánea.
Del mismo modo, cuando empezaba ver el brillo de mi sol en algún pasatiempo, no tardaba en ver otra estrella que deslumbraba al efectuar lo semejante. Sucedía con más malicia en lo profesional. Nunca conseguía verme apto para destacar en nada de lo que hacía, menos aún cuando me apasionara.
En un pestañazo me había convertido en un maniquí de combate. Me dedicaba al diario a atacarme sin piedad, a la caza del talón de Aquiles. Me satisfacía el deseo sadomasoquista de destruirme. Al fin de cuentas, un trozo de madera carece de voz para contestar los insultos que llovían encima.
La envidia venenosa recorría mi sangre e invadía mi Ser, creando una penumbra en la que esconderme, atemorizado de que viesen la figura escultural e imponente que hacía esa sombra. Me atormenta la dificultad de asombrarme delante de esa magnífica efigia, en vez de fugarme a la oscuridad que deja en su estela. Solía huir del deslumbre de mi belleza para no sentir el rechazo que me producía.
No soy más que nadie. Pero, tampoco soy menos. Mi estrella alumbra la larga noche, al igual que lo hace la tuya. Hoy me inundo de la luz que compartimos sin pretender deslumbrar cuando mi titileo basta.
