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El Cuerpo Narra lo que Esconde la Mirada

Mi cuerpo no es un templo, sino un campo de batallas. Desde la infancia he manifestado las tempestades de alma en daños y lesiones. La violencia de mi ira ha sembrado el caso en mi bienestar. Ahora, con la madurez y sabiduría recojo las lecciones con agradecimiento. Acepto que siempre he elegido arriesgarme y he pagado las consecuencias. No me arrepiento de las decisiones que me han llevado a desastres porque son ellas las que me han sacudido hasta arrancar las dudas sobre mí mismo desde sus raíces. Las imperfecciones de mi cuerpo son los traumas que no he atendido.


Me fallan las rodillas de haber pasado mi vida corriendo, tratando de alejarme de mí mismo y llegar a un ser ajeno que jamás seré. Mis articulaciones impiden la flexibilidad de mis gestos, del mismo modo que mi terquedad ha limitado mi búsqueda de alternativas, más allá que pelearme a toda costa sin necesidad.


Incluso se ha desplazado mi espina en representación de no haber mirado al entorno y, menos aún, a los que me acompañan. Tanto quise esconder mi vulnerabilidad que no miraba a nadie al no ser que la notase en mis ojos.


He castigado hasta los órganos que me conectan con el placer, como el estómago, por los excesos de antaño que apagaron los sentidos que no quería sentir. Anulaba el deseo de entregarme por ese miedo de mostrarme vulnerable o, como decía, ‘débil’.


Hoy veo mi auténtica fuerza en la carencia de querer ganarlo todo y la sensación de saciar mi sed emocional con los momentos en silencio, respirando hondo. He aprendido a escuchar el cuerpo que lleva la cuenta de mi vida. El que narra una realidad que supera la ficción. Mantengo la resiliencia que evitaba la derrota y que ahora desafía la evitación del aquí y ahora, sabiendo que cuento con todo lo que necesito para comprender el misterio de quién soy.


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