Carpe Diem
Los placeres de la vida no tienen que ser lujos costosos o viajes a tierras exóticas. Al perder la inocencia de la infancia, empieza la búsqueda de la felicidad en lo material. En un coche más grande no cabe más alegría. Un móvil nuevo no distraerá tu atención de las redes sociales cuando buscas cobijo allí.
Me crie en un pueblo con muchos árboles para subir e incluso para interpretar las aventuras de Tarzán. Los caminos eran las pistas donde me perdía en la bici con mis amigos buscando algún tesoro o una bajada arriesgada para mostrar lo valiente que éramos.
Aunque mi familia abandonara donde cultivaba mis sueños infantiles cuando cumplí los trece años, fui yo que abandoné los mismos sueños que dejaba allí. Me convertí en el típico adolescente que experimentaba con el alcohol, el tabaco y la peor droga: el amor. Con las prisas de hacerme mayor, dejé de soñar.
Mi historia es indiferente a la de cualquiera. La sociedad nos inculca el concepto de la necesidad de manifestar los logros vitales en posesiones. De repente, vivimos en una existencia efímera y confusa. Se hace casi imposible distinguir entre la realidad individual y la de nuestro entorno. Nos perdemos en una tormenta de sueños introyectos y ajenos. Se difumina nuestra identidad en la imitación de algún personaje de una película que ni siquiera hemos visto.
En los ojos de mi hijo, veo la ilusión por vivir que tanto cuesta recuperar. Es inevitable que la pierda más adelante, igual que lo hicimos tú y yo. No obstante, pretendo animarle a hacer sus sueños realidad, dentro de lo posible, entendiendo que nada es imposible. A veces no suceden las cosas como habíamos imaginado. Pero, eso no las hace menos válidas las experiencias, ni hay porque rechazarlas así.
En nuestra inocencia está la aceptación de que todo es como tiene que ser. Lo que necesitamos es el amor que compartimos con nuestros compañeros de viaje y el aprendizaje que aporta cada experiencia que vivenciamos de camino.
