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La Flor del Amor

Aprendí a amarme cuando tomé consciencia del desgaste de salir a cazar el amor como si fuese la única presa que podría satisfacer mis deseos y necesidades. Desde la infancia, había cargado mis parejas con la responsable insostenible de darme el amor que yo mismo me negaba.


Es difícil distinguir hasta qué punto esa carencia de amor propio era por el rechazo que proyectaba en la gente cercana en comparación con la compulsión del papel de víctima que desempeñaba. En la oscuridad detrás de mis párpados cerrados, no veía ninguna luz, menos aún aquella que alumbraba el paraíso del sentir donde habitaba entonces y del que gozo hoy en día.


No guardo rencor alguno cunado me acuerdo de las personas que me enseñaron a abrir los ojos y despertarme del letargo aparentemente interminable. Elegí con cautela a mis amantes para convertirlas en valkirias. Seres que me llevarían del campo de batalla al manso de paz. Allá al sitio idílico donde dejé que luchar para saborear la victoria más bella.


Me había acostumbrado a vivir con la necesidad de pelear con el futuro para que fuese como quería, a diferencia del presente que desconocía desde detrás de la mirada ausente. Creaba condiciones que reuniría lo necesario para sentirme amado y feliz, hitos que garantizarían un rumbo hacia el espejismo utópico.


Cuando cesé de buscarlo, encontré el amor. Entendí que es una planta exótica que hay que mimar al diario. Pide riego para mantenerse viva y una poda ocasional cuando alguna hoja enfermiza peligra el conjunto. Su floración no depende de otro ser, ni sucede para el aprecio ajeno. Cuando se siente tranquila, demuestra sin pudor la gran belleza de sus pétalos en formas de sonrisas y miradas carentes de juicio y cargadas de curiosidad y del amor de asimilar la riqueza de estar presente.


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