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El Abrazo delante de la Fogata

Me cuesta tanto escuchar las voces que chillan en la tormenta de mi mente. Sólo oigo recriminaciones y juicios. Raramente aprecio la realidad de las observaciones que me invitan a tomar consciencia de la integridad de mi ser. La voz del guerrero, como un trueno, me espanta y me contagia con el prejuicio que siento hacia el niño tan sensible que se siente arrinconado y malentendido.


La tendencia al perfeccionismo es un camino exigente, repleto de obstáculos tan infranqueables como irreales. Los árboles caídos que atascan el sendero son las expectativas exageradas que invento para mostrarme el valor que debería tener. No existen, al igual que los insultos que percibo en el vendaval de mi guerra civil.


Cuando doy protagonismo a la ira que me define pierde el matiz de sensibilidad con el que canalizo esa energía en la creatividad. La armonía de estas polaridades es lo que me otorga el poder de expresar mi sabiduría con el amor como la pasión con la que ejerzo lo que disfruto. La tranquilidad es el equilibrio delicado entre el inconformismo con lo conocido y la aceptación de lo que hay y lo que es.


El aprendizaje no es lineal, sino una montaña rusa de tomas de consciencia seguidos por búsquedas incesantes de maneras de encajar en mi propia realidad. Cuanto más me conozco, menos creo comprenderme. Carezco de la paciencia para persistir en el encuadre de mi propia obra maestra antes de deshacerme del esbozo y comenzar de nuevo.


“Quédate conmigo y respiremos sin más” dice la canción. Cuando me atrevo a dejarme estar, el vikingo y el niño se abrazan delante de la gran fogata. En un suspiro a coro, me doy cuenta de que todo es perfecto para que se desvelen los secretos de los que ahora dispongo con lo que he aprendido.


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