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La Jaula


Los momentos cuando me siento perdido me hacen encontrarme de nuevo. Me pongo de rodillas con la cabeza entre mis manos, como el que se hizo estatua esperando así ver hacia donde tenía que ir. Sin saber si acercarme al calor del infierno de mi renacimiento o refugiarme de ello en los aires fríos de mi perdición, me quedo entre el sol y la luna. Mi fiel acompañante, el dolor penetrante, ya no se apodera de mí, sino me recuerda de los pasos que tengo que dar.

El camino nunca iba a ser fácil. Para aprender a vivir hay que experimentar las muertes más horríficas de las ilusiones de lo que nunca existía, todo lo que inventaba una mente juguetona. Las decepciones que son las tomas de consciencia de aceptar la realidad que difiere de la película que protagonizaba el personaje que había interpretado en mi imaginación. Ese ser valiente pero desafortunado, el que nunca se rinde en su lucha a pesar de no ganar ninguna batalla.

Lo que me ha costado entender es que ningún amor, ninguna posesión ni ninguna experiencia me llevará a ese paraíso ficticio. Las esperanzas y los deseos son espejismos que me distraen del amor que me permite soltarlo todo. La honestidad de la realidad que me rodea, que no sólo forma parte de mí, sino con la que fusiono. Estoy solo entre la multitud de caras que me miran con desprecio desde las exigencias que impongo sobre mi consciencia.

Al cerrar mis ojos y respirar hondo, siento el suave calor del amor propio que siempre alumbraba la jaula en la que residía cuando buscaba la felicidad en los brazos de una o en los excesos narcóticos. Las cadenas en mis muñecas y mis tobillos eran las frustraciones de no ser quien quisiera o tener lo que desease. Renunciar los ideales de la existencia ha sido la liberación que nunca creía posible.

Caminar sin buscar hacia donde ir, ni a quien acercarme es volver a encontrarme conmigo mismo. Es bañarme en el lago de la tranquilidad y sentir sus aguas acariciar mi cuerpo como las manos de la que nunca existía fuera de mi pensar. Es secarme al sol deslumbrante y acogedor que me abriga más que cualquier prenda que ansiaba para decorar el torso cicatrizado por la tortura del castigo a que me sometía por no ser lo que siempre he sido.

He perdido mil batallas y cada derrota me ha ayudado a comprender que la victoria era darme cuenta de que no hay ninguna guerra cuando me acepto en mi perfecta imperfección y cuando acepto que cada encuentro es una oportunidad para conocer partes de mí, las que amo y las que rechazo porque no las entiendo. Las experiencias que separan los días y las noches son los despertares de mi alma en su proceso de desvelar la sabiduría que parecía haber perdido en el olvido por las distracciones de las tormentas del mundo terrenal y su anulación de lo emocional y lo espiritual.

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Mathew Lees

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