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El Maestro de la Sombra


Fuego en la Mano

En aquel entonces me acuerdo de la ceguera de mi felicidad. La deliciosa venda que tapaba mis ojos de una realidad que no quería aceptar con la inocencia del niño que juega al escondite y observa a su padre fingir no verle. De repente apareciste como un calambre y tuve que parar en seco, incapaz de reanudar mi camino.

Esa experiencia pasó como una estrella fugaz y desapareciste de la misma manera que llegaste, sin aviso y sin motivo aparente, dejando una huella brillante de puñales. Te olvidé como el niño que se esconde debajo de las sábanas a la espera de que el monstruo no le lleve esta noche. Siempre supe que volverías aunque nunca te iba a conocer.

En cuanto recuperaba la fuerza y seguía con un paso bravo, el viento susurró tu nombre a mi oído. Cerré los ojos y alzaba la cabeza atrás para mirar la luna y preguntar por qué tengo que escucharte. No tienes nada que ver conmigo, tu camino y el mío van por paisajes separados por mares de diferencias.

Cada vez que negaba escucharte, venías con más fuerza y presencia. En lugar de abrazarte, te culpaba de robarme la felicidad, de cerrar la puerta que pensaba que tapaba la luz que necesitaba para iluminar mi soledad. Sólo sentía odio hacia ti, no era capaz de pronunciar tu nombre sin sentir como las llamas quemasen mi corazón que palpitaba con una fuerza intensa al intentar escaparse del infierno del sufrimiento en mi interior del rechazo de la realidad perfecta que no podía manipular a la perfección que idealizaba.

Al aceptar que tenías que estar, comprendí lo que venías a enseñarme, las partes de mí que no quería reconocer en el espejo. El rechazo que había crecido como un cáncer dentro de mí, ensombreciendo mi felicidad. Siento ese puñal ardiente cuando una sonrisa decora mi cara y sólo quiero dejar fluir las lágrimas del desespero en el que me he sentido encarcelado tanto tiempo. Te agradezco por haberme mostrado lo que no aceptaba de mí, de mi camino. Gracias a ti ya no tengo que luchar para justificar porque la realidad que ansiaba tener no se da. La culpa, al igual que la responsabilidad, no era más que la explicación que intentaba dar mi mente al sentido del camino que eligió transitar mi alma para aprender qué es el amor incondicional.

Hoy cojo las llamas de tu mano en la tranquilidad del paraíso de mi sentir para encender el exquisito dolor llameante de mi oscuridad que es el combustible de la fogata deslumbrante del amor propio que alumbra la noche oscura de mi alma. Abrazo la intensidad del sentir que empodera la conexión con la sabiduría que siempre estuvo allí. No temo hundirme al saber que cada quiebre es un nuevo despertar que me permite vivirlo todo con más consciencia y profundizar en el motivo de la existencia que ha dado mi alma al cuerpo en el que decidió transitar estos pasos en el bosque denso del aprendizaje.

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Mathew Lees

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