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El Quiebre


Hay pocos dolores como ese que me despierta por la mañana, cuando justo empezaba a dormir después de una noche de reflexión tortuosa en la que contemplaba que todos los avances que parecía haber experimentado en el proceso personal se han caído al volver a encontrarme en la misma situación. Esta ocasión desgarra el corazón al ver a mi alma de nuevo en la jaula de mi propio castigo, de la que se había liberado. O, por lo menos, parecía que así fuese.

Levantarme con la sensación de haber sido atravesado por una hoja en llamas me enturbia la rutina cómoda del desayuno. Lo importante de mantener la mente ocupada para no empezar a ser testigo a los victimismos para fustigar el exceso de confianza con el que me había visto.

Nada es lineal, cada proceso tiene fases de repetición en las que tenemos la oportunidad para profundizar en el aprendizaje, ver lo que antes se quedaba detrás de la ilusión de una explicación creada por la interferencia mental. La obsesión de clasificar todo como justificaciones por las que algo sucede o no es evitar aceptar que todo pasa porque tiene que pasar, todo lo que es, sencillamente es. Estas lecciones son meter el dedo en la herida y hurgar para buscar lo que impide la cicatrización de la integración. No puedo curar una herida sin saber cuál era la causa. La sangre volverá a caer, igual que las lágrimas, cada vez que intento taparla y seguir adelante como si nada hubiese pasado, cada vez que me pinto una sonrisa vacía y me río con los demás como una hiena, mientras el ardor del corazón en llamas palpita con más fuerza que mi respiración.

Son los momentos dantescos cuando más me cuesta seguir sosteniendo la emoción por la inmensidad del dolor que causa. Mi propia alma chilla en un tono desesperado inaudible para los demás, pero ensordecedora para mí. No es por cabreo, ni frustración, sino por conectar con una de las sensaciones que vino a experimentar. Es entonces cuando recuerdo que todo llega cuando estamos preparados a recibirlo. Ninguna experiencia, por insoportable y atroz que parezca, es ni un castigo ni una abominación, sino una manera de tomar consciencia de lo que no era capaz de percibir en el último encuentro con este infierno, una oportunidad de sentirlo todo desde una perspectiva más profunda e inclusiva.

Los llantos me sirven para purgar la negatividad de no aceptarme por quien soy ahora, quien creía ser ahora o de lamentar no ser todo lo que quisiera ser en este momento. La tormenta del desespero es la previa a la tranquilidad de la aceptación absoluta de que todo es perfecto y sigue el curso que fue diseñado por mi alma antes de que ocupase este vehículo corporal en el que pretende transitar lo necesario para cumplir con la misión que eligió para esta encarnación. ____________ Mathew Lees

Foto: Juan Cruz Moreno de Pinterest

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