La Pena Capital

Al abrirme los ojos hoy, siento la pesadez del día apretar el pecho y dificultar la respiración. Mis párpados retienen las imágenes del sueño que me había ofrecido cobijo en la tormenta. Al mirar de nuevo la habitación esta mañana, me di cuenta de que nada ha cambiado, aquí sigo en el infierno en el que me he encarcelado. Cuando me centro en los silencios, percato los gritos de otros que ya se someten a las fogatas de la purificación. Yo, sin embargo, tengo que sostenerme aquí una temporada más.
Hacía tiempo que llegó el día en el que entendí que el infierno no es aquel paisaje rojizo y dantesco, cicatrizado por árboles retorcidos, saliendo de los ríos ensangrentados por las torturas a las que se enfrentaban las almas condenadas. En realidad, se trata de una reproducción meticulosa del día a día, sin grandes variaciones y ninguna fogata a la vista.
Incluso las caras sonrientes de los demonios se pierden detrás de las máscaras de las caras sonrientes que recuerden a mis queridos. En esta realidad, me subyugan a una inquisición interminable que me enfatiza que por mucho que intente que me salgan bien las cosas, me toca frustrarme una y otra vez. Cada brillante idea de evocar la felicidad que se esconde dentro de mí llega a florecer en el momento que llega la pisada del castigo que me impongo.
Así sigo sentado en el escritorio, mirando el parpadeo de la pantalla que me permite escapar del dolor y perderme en las palabras que decoran los recuerdos de tiempos felices, de bailes con la música desconocida de una conversación desinteresada y el abrazo tierno del cariño incondicional de un ser querido.
Escribo esta carta desde el infierno, a la espera de entregarme a las llamas de la purificación, a purgarme del peso de la frustración por no cumplir con las expectativas que forman el texto de la sentencia de la pena capital por el que me he encarcelado aquí. En la celda de mi casa, medito y busco las claves para sacar de esta gran enseñanza que me ha otorgado el Universo. Sé que antes de levantarme de aquí a realizar la marcha fúnebre al sacrificio del ser dentro del que se refugia mi alma, tengo que descubrir el propósito del martirio. Confío que se me iluminará el camino con antorchas de lecciones. En su luz veré el amor que liberará el alma de la armadura que escogió llevar este cuerpo ya sobrante.
El reloj cuenta atrás con su canción triste de despedida el tiempo que me queda de este viaje de descubrimiento. Los mantras mantienen la alegría de mi mirada hacia dentro de mí que encuentra de qué enamorarme de mí mismo mientras las lágrimas llenan mis ojos. Aún no sé si al desbordarse será por el éxtasis de la comprensión o la desesperación de volver al mismo sendero hacia la trampa en la que caigo repetidamente y retorno a la espera de la fogata.
Se acerca la hora y oigo los pasos de mis verdugos, las partes de mí que me impiden amarme y dejarme amar, ver lo hermoso que soy, agradecer lo glorioso que es la luz que tengo para compartir con todos para que alumbran sus propios caminos mientras extiendo la mano si quisiesen que les acompañe. Me levantan del escritorio las figuras en capas blancas. Sus manos frías cogen las mías y me llevan con el ritmo de los tambores. Me voy con la cara alzada. Miro las caras de los testigos que me animan en mi misión. Siento el calor de las antorchas e interiorizo sus lecciones. Allí está la fogata. Subo los escaños uno por uno, sin miedo. Se ralentiza la canción según las llamas empiezan a bailar en el reflejo de mis ojos. Cierro los párpados y recito una vez más la pregunta, ‘¿cuándo te vas a dar cuenta de lo hermoso que eres?’. Dejo caer la capa que tapaba mi cuerpo desnudo, respiro hondo. Vuelvo a inhalar, sostengo el aire y salto a la hoguera para abrazar la aniquilación del ser que se ha quedado sin opciones. Del humo ennegrecido de su consumición se levantará el fénix de la iluminación. Un ser más bello aún, un nuevo envase para la pureza del amor e inocencia de mi alma, capaz de entender cuál es el nuevo camino a emprender.
__________ Mathew Lees